Por Mónica Teresa Müller
Había dormido poco. La mentira lo atormentaba. Minutos antes de que sonara el despertador, Miguel se levantó de la cama y trató de caminar por la habitación sin hacer ruido para no despertar a su mujer. La observó desde el ardor de un amor que viajaba por corrientes distintas que lo golpeaban y herían. Sintió que las pupilas de ella, ocultas detrás de los párpados, se incrustaban en las suyas, mintiéndoles.
Belén se había transformado en un animal que utilizaba la furia para despedazarlo y lo había logrado. Una vez vestido, caminó hasta el borde de la cama, estaba agotado. Esa criatura había dejado de ser su tesoro, entonces supo que la odiaba.
Aunque el perfume de ella se mezclaba con el propio olor de mujer que lo seducía, se daba cuenta de que el daño le había hecho olvidar el deseo de sentirla. Lo envolvió una sensación de agonía demencial. Procuró calmarse y convencerse de que estaba equivocado, que esa mujer que dormía en su cama, no pensaba matarlo.
Había amanecido. Consideró prudente prepararse para ir a la oficina. Faltaban treinta minutos para llegar a tiempo y marcar el horario de entrada.
Cuando ingresó al edificio del Ministerio, los ruidos de los ascensores, de las puertas y de las voces, alimentaron su pavor. Con esfuerzo intercambió saludos, registró su entrada y caminó los pasillos como un sombie; la imagen de Belén lo acompañaba, mintiéndole que lo amaba, mientras maquinaba la idea de matarlo.
No bien llegó a la oficina, se saludó con los compañeros, compartieron el café mientras se abocaban a temas del trabajo. La imagen de ella le interrumpía cualquier intento de olvidarla. En su imaginación, no podía detenerla ni callarla.
En un instante el murmullo en la oficina subió de tono, sus compañeros parecían haber enloquecido. Corrían de un lado a otro. “Algo importante debe suceder para que se comporten de esa forma,” pensó Miguel. Le dolía la cabeza y le zumbaban los oídos. Por momentos perdía conexión con el entorno. Sintió calor, luego frío.
Ella otra vez, su mujer una asesina. El grito le quedó en la garganta. El dolor del pecho le llegó hasta el cuello. Era como si una mano estrujara sus vísceras y las arrancara de sus espacios mientras los ojos de ella lo miraban, su boca lo besaba y las luces lo enceguecieran. El dolor mermó poco a poco hasta que se dejó arrastrar por un estado placentero.
Se quiso revelar ante la llegada de más imágenes, pero su voluntad fue insuficiente; se vio acorralado, tironeado hacia un pozo profundo. Supo también que había ingresado a un estado de confusión total. Era como vivir vidas opuestas con la voluntad fragmentada.
A la hora del almuerzo, la oficina había quedado sin empleados. Solo Miguel permanecía ante su escritorio tratando de buscar coherencia para reponerse del malestar pasado. Ninguno lo había invitado para compartir el almuerzo, seguro sus sospechas de que algo andaba mal, eran acertadas y no se lo habían dicho para no preocuparlo, se los agradecía porque bastante tenía con lo de su mujer.
Bien dicen que aquél que no tiene nada para esconder, se entera de las cosas sin preguntar. Él se había enterado por un descuido de ella y un mensaje en su celular: “Está todo listo. Lo vamos a hacer boleta cuando salga de la oficina.”
Algo le apretujaba el pecho, lo ahogaba la desesperación. Esa mujer, su amor, su asesina. Estaba desesperado. “El umbral de mi dolor debe ser muy alto para soportar semejante verdad”, se dijo. De nuevo sintió como si una mano estrujara sus vísceras y las arrancara de sus propios espacios. Se dio cuenta de que su carne era un territorio invadido. Miró a su alrededor, no había terminado el trabajo del día, pero no le importó. Ahora tendría que pensar cómo iba a protegerse de ella.
Casi a las seis de la tarde, caminó hacia la salida. Todos demostraban apuro por salir. Iba cada uno en lo suyo inmersos en sí mismos; ninguno lo miró, nadie lo saludó. Miguel colocó su dedo índice sobre la máquina para marcar la salida, pero ésta no lo reconoció. Lo intentó repetidas veces, pero la máquina pareció estar averiada. Se lo comunicó al de Seguridad, pero ni lo miró, a dos o tres compañeros, pero nadie lo escuchaba. Salió sin que nadie le dijera que no podía. Era tarde. Se tocó el pecho, ya no le dolía, intentó respirar sin lograrlo. Se dio cuenta. De alguna manera agradeció que los acontecimientos se hubieran adelantado y que Belén, su amor, no sería su asesina.
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